domingo, 6 de noviembre de 2011

Una memoria (III)

Hugo De Marinis

Una memoria (I)
Una memoria (II)
Tierra del Fuego.

No tengo la capacidad de imaginarme cómo son los lugares antes de verlos en persona. Con la ultra sureña isla me pasó lo mismo. Aparte iba un poco decepcionado de que no me hayan enviado al verdadero lugar prestigioso: Ushuaia. Fui para adelante – qué otro remedio – con un poco de aprensión ante tanto cambio y con la única expectativa de no encontrarme con muchos más golpes bajos. Tuve que afrontar solo un puñado, o así me parece ahora, durante los 13 meses que restaban, y que como le comuniqué a mi dilecto amigo José Osvaldo, fueron igual que un domingo larguísimo que se extendió desde finales de junio del ’76 hasta mediados de agosto del año siguiente.


Fue descender nomás del Electra que ahí mismo en la pista de aterrizaje nos devolvieron el equipaje – la botona bolsa marinera con nuestras pertenencias colimbas y civiles – para recomenzar la ronda de gritos, coscorrones y patadas en este caso a cargo del personal fueguino del BIM 5. Ahora se agregaban las resbaladas en el hielo de las que había que recuperarse al rápido si no se quería además ligar patadas extra en tanto que desparramado en el suelo congelado.

La última voz femenina que íbamos a escuchar por un buen tiempo había anunciado en la cabina del electrodo que la temperatura ambiente en Río Grande era de 12 grados centígrados bajo cero. Una nueva experiencia sensorial para la mayoría de los que cargaba ese avión. Con el tiempo aprendí que se podían experimentar temperaturas aún más rigurosas en algunas ciudades del mundo y que había gente que medraba sin problemas en ellas.

El BIM 5
La recepción fue apenas mejor que la de La Plata en cuanto a abusos y malos tratos; la comida y abrigo después de hacernos formar en la plaza de armas, mucho más aceptables. Se comía abundante y el hambre no era un asunto del que había que estar pendiente a toda hora. De la pilcha, si no nos abrigaban nos moríamos de frío. Así y todo, fue gratificante tener cómo defenderse de los elementos.

El batallón – los edificios principales – era mucho más pequeño que Río Santiago. Pero el perímetro donde estas construcciones se ubicaban era bastante extenso. ¿Cómo no iba a ser así si por el este, más allá del campo de deportes, detrás de la Compañía de Comando y Servicio, estaban solo el viento y un mar digno de ser contemplado de lejos?; hacia el norte, nada, salvo pura pampa y el siniestro Cabo Santo Domingo con sus pinches escuela y museo; al oeste casi nada (las casas de oficiales y suboficiales) y hacia el sur, el pueblo al que le llamaban ciudad de Río Grande. O sea, terreno había a roletes.
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Nuevamente la incertidumbre por las funciones que se nos asignaría luego de un apurado programa de inserción: las sandeces que se supone hacen los soldados como ejercicios (bailes), tiros (al blanco con fusil FAL) y campañas (como los campamentos adolescentes en que te vas a las afueras de tu ciudad con una carpa). Acá el asunto era tratar de evitar como fuese terminar en la compañía de tiradores donde las condiciones de existencia eran brutales en el aspecto disciplina, orden y castigos. A ese infierno iban los analfabetos, los que demostraban vulnerabilidades y los sancionados. Los tenían literalmente cagando todo el año, los demás los considerábamos súper botonazos y después de unos meses se los veía dispuestos a realizar con gusto cualquier basura que los superiores les ordenasen.

Hubo un nuevo encuentro con inteligencia: la primera vez que me hablaba cara a cara con un oficial, un tal guardiamarina Marquardt o Marquand, precisamente de la compañía de tiradores, blanco, muy joven, bajo, rubio y pose de alcahuete. Me ofreció un cigarrillo para entrar en confianza y me espetó que no le viniera con que como estudiante secundario nunca me “tocaron” de algún partido de izquierda. Le respondí sorprendido “¿En la escuela?” Le conté que el mejor partido era el Radical y mi político favorito, Balbín. Quiso explicarme que Balbín era medio opa, pero no le di calce y finalmente me dejó ir.

El largo domingo sureño que duró un año
Como había manifestado que había sido electricista y que quería ser locutor de radio en el futuro, debió ser que me pusieron en el grupo de lo que ellos designaban como “comunicantes”. Es decir que en las campañas, además de la parafernalia del soldado tenía que cargar una radio bastante pesadita y mantenerme cerca y a la orden del oficial a cargo para recibir instrucciones en las maniobras.

Los comunicantes seríamos unos diez o doce. De ahí salieron amigos que ese año se transformaron en hermanos (el Gringo Di Lorenzo de Tunuyán, el Cabezón Morales de General Alvear, el Pecho Frío Riquelme de San Rafael, el Gordo Hernández de Ciudad y los Negros Gallardo y Navarro de Guaymallén y Palmira respectivamente). Digo ese año porque para mi desgracia después de la baja no volví a verlos. Es una tristeza pensar que si nos cruzáramos hoy probablemente tampoco nos reconoceríamos.

El BIM 5 parecía un refugio tanto para nosotros los conscriptos – no así para los tiradores – como para oficiales y suboficiales. Río Grande estaba a obvio resguardo geográfico de un ataque de los compañeros del ERP o Montoneros. Había roces diplomáticos con la dictadura de Pinochet – debido a las tres rocas / islas por las que después casi hay guerra – pero era improbable una avanzada de nuestros paisanos de allende la cordillera, pese a la bronca que les tenían los cretinos de nuestros superiores.

Para la soldadesca los días se acumulaban sin que pase demasiado. No se necesitaba gran ingenio para “fondearse” a tomar mate, morfar algo afanado a los oficiales, hinchar las pelotas o ponerse a escribir o a leer, aún cuando se estaba de guardia si las condiciones lo permitían.

Los apuntes
Entre las tareas que tenía pendientes se encontraban la lectura, para mi propia formación, y el relevamiento de lo que me fuese posible mediante más que apuntes, observación, tal como me había encargado Ricardo Sánchez. Anotar en libreta estaba descartado por supuesto.

Cuando salí a conocer el pueblo en mi primer franco con la indumentaria de soldado encontré que, salvo en los quilombos del pueblo, no te dejaban entrar a ningún lado al ver que eras colimba. Como “ir de putas” no estaba entre mis prioridades me averigüé dónde quedaba la biblioteca y hacia allí marché. Increíble lo que hallé y la buena onda de la viejita a cargo. Lo primero que me llamó la atención fueron los 12 tomos rojos de la Historia Argentina de José María Rosa; también estaban Jauretche y algo de de Scalabrini Ortiz. Al consultarlos miraba para todos lados maliciando una trampa.

Me fui, por las dudas, prometiendo volver pronto pero no sin antes preguntar a la viejita buena dónde habría una librería. Ahí nomás estaba: era una tipo quiosco, aunque como la biblioteca, también me sorprendió por el escaso pero extraño material a la venta. Pensé que si lo vendían y esta era una ciudad de puros milicos, no habría nada malo en adquirir algo. Compré un tomito de historia de los cuadernillos de la revista Crisis (no recuerdo el nombre), La ciudad y los perros de Vargas Llosa y Los versos del capitán de Neruda. Metí todo en el bolso azul provisto por la armada argentina y me volví al batallón.

No hubo problemas para entrar. “Mirá si serán brutos” me gustaría haber pensado, pero no estoy seguro de haberlo hecho. Lo que sí, cuando las periódicas revisiones de taquillas (unos muebles de lata que hacían las veces de ropero personal) un suboficial Morillas me pidió prestado el libro de historia y costó que me lo devolviese; otra vez un guardiamarina Campos, joven morocho de bigotes anchos, voz gruesa e ingenio limitado, medio snob, también me lo pidió, pero según me dijo no alcanzó a leerlo.

El que me hizo asustar en la última revisación de taquilla fue el teniente Díaz Andrada o Andrade, un gordo gigantesco que según se rumoreaba, sabía karate y de hacerte el vivo usaba sus artes marciales en tu persona. Nunca lo vi hacerlo. Era bastante intimidante y amargo como para hacérsele el pícaro. Conocía del antimilitarismo de La ciudad y los perros y quién era Neruda – “un comunista hijo de puta”. Yo solo insinué que me parecía un buen poeta. En cambio a Sobre héroes y tumbas de Sábato y al cuadernillo de historia de Crisis no le prestó atención. Me dije de todo por haberme metido yo mismo en ese berenjenal, ¿a quién se le ocurre tener esos libros en la taquilla? Para evadir responsabilidad indiqué que los había comprado en Río Grande, que “qué me quería decir”. Con cara de perro me despidió con “si te quisiera decir algo te haría desaparecer de la isla. Deshacete de esos libros, ya. Largo.”

Todavía tengo esa vieja edición de La ciudad y los perros. Asimismo la edición de Losada de Los versos del capitán. El cuadernillo de historia de Crisis, el guardiamarina Campos me lo volvió a pedir y ya no me lo devolvió.

(Continuará)

La Quinta Pata, 06 – 11 – 11

La Quinta Pata

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